sábado, 14 de octubre de 2017

Fíjate en los no

Soy una persona con bastante pocas certezas. Conforme pasan los años tengo menos, sobre todo en temas tan caóticos y decididamente enigmáticos como el amor. Me atrevo a darme un solo consejo: para saber si será un compañero o compañera que valdrá el tiempo quizá sea mejor poner más atención a sus tristezas que a sus risas. Fijarnos en la forma en que es feliz, pero aun más en cómo vive las infelicidades, las decepciones, las luchas. Quizá valga más fijarse en los "no", que en los "sí", porque ser nuestra mejor versión cuando el río está a nuestro favor es un trabajo más de inercia que de nuestros verdaderos motores internos. Fijémonos en cómo es cuando está enamorado, pero aun más en el momento en que dejó de estarlo, cómo trató a ese amor del pasado, cómo dijo adiós, cómo fue que dijo "gracias".

martes, 15 de octubre de 2013

La nece(si)dad de arder

El sentido común es aburrido, tibio y oficialista. Ya sabes lo que va a decirte porque le dice lo mismo a todos. Ordinario, es el aguafiestas de las almas sensibles y exquisitas, por ser el sedante que adormece el placer de no ser placentero. Un día lo das por sentado: le abres la puerta para que salga de la casa y te deje un rato a solas en la fiesta con tus excentricidades poéticas, melodramáticas, racionalistas, egocéntricas, arrogantes, académicas, creativas, depresivas, eufóricas, sublimes. Te toca la puerta por días. No le abres: no regresa.


La egoteca atormentada está demasiado buena.

miércoles, 27 de marzo de 2013

Quemaduras


Mi mejor amiga lloraba diario. Caminaba cabizbaja, con los brazos cruzados alrededor de su torso: abrazándose a sí misma, como para no desintegrarse en el camino. Sus ojos, antes brillantes, se habían apagado en un opaco iracundo, y sus manos ya no vibraban las cuerdas de esa guitarra que tanto quería.

La música, su música, se la había llevado un engaño. No quedaba espacio.

Yo enjugué sus lágrimas y sostuve su mano. Me atreví a aconsejarla con severidad. Le hablé sin parar sobre conceptos que ahora me parecen tan vacíos como “la neutralidad”, “las ofensas no intencionadas”, “la tolerancia”. Saqué la cara por el ofensor, mi amigo, más de lo que él valoraría o de lo que estaría dispuesto a hacer después por mí,  y sellé mi destino en nombre de la diplomacia.  Ella sólo me miraba con un mar de ojos, lacerada, mientras yo le hablaba a cuchilladas “por su bien”.

Dos años después me sorprendí a mí misma llorando a diario. Caminaba encorvada, mirando hacia todas partes menos hacia delante. Mi cabello, antes mi mejor atributo, caía en estropajos sobre mis hombros y mis pies habían dejado de danzar. Cada paso tenía que ser pensado, exhalado, sufrido y después curado.

El movimiento también se lo había llevado un impostor.

Ella se sentó a mi lado en silencio. Me observó quedarme dormida, con las lágrimas congeladas bajo unos ojos semiabiertos. Me escuchó vociferar, especular, culpar, lamentar lo mismo que yo le reprendía. Y me dijo lo que yo nunca supe decirle: nada.  

jueves, 6 de diciembre de 2012

Fuego


Recuerdo muy bien el día en que me enteré sobre la muerte. Caminaba por una calle que se sentía muy angosta, a pesar de mi pequeña estatura y tamaño en general. Se respiraba humo y con los ojos entrecerrados logré ver a la vuelta de la esquina los destellos anaranjados de unas llamas que salían de una ventana trasera. La mano que me sujetaba me haló en sentido contrario y sólo recuerdo los pasos apresurados y los gritos de confusión de algunos vecinos alejándose, mientras otros se organizaban sistemáticamente para apagar el fuego. Recuerdo haber preguntado con inocencia qué pasaría si alguien quedase atrapado entre las llamas. Una señora extraña que iba pasando me respondió: te consumes tú.

El fuego consume nuestra existencia, me dijeron. Ahora, unos cuantos años después, frente a una de esas flamas que parecían tan aterradoras, miro con detenimiento el haz de luz de mi vela. Recuerdo entonces el sentimiento de excitación que me invadió esa noche, cuando los adultos corrían de un lado para otro, asustados pero certeros en sus propósitos, con el cuerpo y el espíritu ferozmente comprometidos con ese efímero instante del presente. La vida nunca estuvo tan viva como cuando sentimos el calor de esas llamas. 

Esta noche, la flama ya no es tan amenzante pero sigue teniendo esa apariencia primitiva, salvaje, impredecible, vulnerabe, características propias del elemento que hizo que el hombre fuera hombre y se diferenciara del resto de los seres vivos. Podría encender la moderna luz de mi lámpara eléctrica, típica de las ciudades de soles artificiales, pero hoy prefiero el fuego de lo humano, lo frágil y finito: lo que para la ciencia exacta es lo aleatorio, lo no comprobable, lo propenso al error, pero que también es la esencia de las pasiones que nos abrazan, que nos impulsan a luchar; que hacen hervir nuestra sangre como lo “bárbaros” que en verdad somos. 

El fuego es incómodo, incivilizado, más aún en tiempos como estos, que por su naturaleza global deben ser políticamente correctos. Todo debe analizarse a través de la fría luz natural de la razón o, incluso, de todas las razones, creencias o ideologías. En una sociedad en apariencia libre y heterogénea, hija de la Ilustración, con múltiples creencias, opiniones, esquemas y formas de vivir, la tibieza de la neutralidad y la idolatría a la falsa tolerancia son sinónimo de elegancia y civilización. La defensa de las convicciones, la crítica apasionada de una ideología, la lucha por un ideal es considerado inaceptable y hasta discriminador en el mundo de la cómoda e incluyente iluminación artificial.

La tibia atmósfera de la modernidad, descrita alguna vez por Nietzsche, nos rodea desde que amanece en nuestros cuartos. Los principios e ideales que no existen en el individuo moderno, tan ocupado en procurar su bienestar inmediato, son la razón principal por la cual ahora hay una escasez de hipócritas auténticos. “La hipocesía era propia de las edades de fe fuerte”, decía el filósofo, cuando los individuos eran fieles a sus convicciones a pesar de que debían aparentar otra cosa. Ahora, no sólo nos desvestimos de los ideales que amenazan con consumirnos, sino que le damos lugar en nuestra consciencia a todo tipo de ellos, aunque sean contradictorios, siempre y cuando no nos comprometan demasiado. Lo de hoy es precisamente la multiplicidad de valores y creencias dentro de un mismo individuo, lo suficientemente livianos y tibios como para que puedan convivir en armonía. El fuego de una convicción es demasiado excluyente, porque obliga, invoca, incomoda y te llama a la transformación. Por ello, huimos de él y nos congratulamos de nuestra propia versatilidad.

Ni muy caliente ni muy frío, ni azul ni amarillo, ni de derecha ni de izquierda, ni a favor ni en contra. La indiferencia es el atuendo de las llamadas buenas personas, los pacifistas, para quienes nada es digno de exacerbar los ánimos. Sin la capacidad de consumirnos no es sorprendente que no sepamos padecer ningún tipo de apasionamiento, incluyendo lo que Milan Kundera consideraba el más elevado de los sentires: la compasión, entendida no como lástima sino como la capacidad de reconocernos en el otro y de acompañarlo en su sentir. No es de sorprender que tengamos todas las luces artificiales para aprehender todo y no seamos capaces de poner en tela de juicio los marcos establecidos, de lograr verdadero reconocimiento del dolor de los demás o, incluso, de la calidez de la vidas que tenemos delante.

Por eso, esta noche prefiero la calidez de una vela, aunque mañana, para ver claramente el mundo, tenga que prender una de esas luces que alumbran, pero que nunca calientan.

domingo, 28 de octubre de 2012

Ensayando la ausencia


Hace tiempo, una antigua  amiga me dijo: “no todo silencio es ausencia, no toda ausencia es distancia”. Poco después, por los famosos “azares” de la vida, dejamos de vernos, luego de hablarnos y, por último, de extrañarnos. Pero su frase se quedó conmigo, quizá porque tiene ese juego de palabras que hace que cualquier idea suene interesante y hasta rebelde, como si desafiara lo establecido y lo poco cuestionado: que no toda ausencia es distancia y no todo silencio es ausencia.

Es cierto que si no damos señales de vida, de alguna forma no estamos, al menos no para quienes no nos pueden ver o platicar o compartir lo que sea que necesiten compartir. Ese “no estar”, ese silencio, a menudo es equiparado con el vacío y con todos los amigos que se le adjudican: la soledad, la indiferencia, el desamor o, incluso, cierto tipo de inexistencia. Estar siempre al alcance de la mano se ha convertido hoy, si no en una obligación, en algo que se da por sentado, en un dictamen natural que tiene a todas las redes sociales de su parte para asegurarse de que en efecto estés, presente, en cada uno de los universos que conforman nuestra realidad. Ser individuo significa serlo ante otros. Desaparecer es impensable, imposible, irrealizable, negativo.

Irse da miedo. Uno quiere llegar, encontrar, quedarse, estar, arraigarse, nunca olvidar ni ser olvidado. Caminamos para permanecer en algún lugar. Buscamos para no tener que hacerlo. Benditas las pausas que cómodamente nos adormecen en la felicidad de “haber llegado”, en el “después de esto no hay nada”. Porque irse es lanzarse de nuevo a un todo infinito, escaparse por la ventana de la posibilidad con nada puesto más que la propia piel; volverse invisible, condenarse a muerte en la mente de alguien o en la esencia de algo. Irse es morir.

¿En dónde estamos cuando no nos ven? ¿Qué somos cuando desaparecemos de vista? ¿Somos? Cuando un pueblo entero deja de ser accesible y es exiliado de las noticias, de la mente, de las conversaciones, de facebook, ¿existe? El “no estar” es aún más doloroso ahora que florecen todas las plataformas de comunicación posibles. La frase de mi amiga hoy podría cerrarse en un círculo perfecto con una tercera premisa: la distancia ya no es igual al silencio, no está condenada a serlo. Los periodos de transición, las pausas, los hyatus ya no tienen por qué ser momentos de incomunicación, es más, no deben serlo. Cuando lo son, nos parecen un vacío existencial.

Morir es, irónicamente, algo vital. No sólo es parte del curso de la vida sino que es su potenciador. Cada instante tiene sentido porque no es eterno, porque muere. Quizá quedarse sólo tiene sentido porque nos iremos en algún momento. Tal vez la ausencia es el potenciador de la permanencia. Y si este fuera el caso, ¿por qué la condenamos tanto? ¿por qué vivimos en función de “estar” todo el tiempo? ¿por qué somos tan duros con quienes no nos quieren retener? Acaso porque la angustia de no sabernos queridos, ni extrañados, ni sentidos de alguna manera es equiparable a las ansias de no ser. Eso o porque tenemos egos tan grandes que no conciben que no encajemos en todas partes.

Hay tantas razones para irse, para guardar silencio, para soltar. Hay miedos y deseos y alegrías y tristezas y distintas prioridades; incomodidades, viajes, desencuentros, cambios de personalidad, de opiniones, de ambientes, de creencias; hay ganas de querer y ganas de ya no querer tanto. En mi caso, yo me voy porque quise quedarme mucho y mi mucho no cabe aquí. Pero mi ausencia nunca será igual a la nada o al vacío. Esta  llena de cariños que me llevo conmigo. Aunque no por ello será menos dolorosa.

miércoles, 9 de mayo de 2012

Escribir es crear cambios: Naomi Wolf
 
La periodista Naomi Wolf, una de las voces más criticas de Estado Unidos, se ha caracterizado a lo largo de su carrera por los cambios que genera a través de la palabra escrita. Desde su primer libro, El mito de la belleza (1990), que cuestiona los estándares estéticos impuestos a las mujeres, ha recibido tanto alabanzas como críticas, lo que, en su opinión, no debe ser ajeno a ningún escritor.

“No puedes temer ser criticado.  Hemos sido criados para creer que la crítica es lo peor que nos puede pasar, pero, de hecho, la constante aprobación puede llegar a ser asfixiante. Escribir no puede ser cómodo”, admitió.

Como afirmó en su conferencia titulada “Escrito arriesgadamente”, durante la Séptima Conferencia Internacional de Escritores de San Miguel ( celebrada a finales del mes de febrero), el acto de escribir no es tal si no logra un impacto (fuera o dentro del lector), sobre todo al defender una postura.

“Este tipo de literatura (advocacy writing, en inglés) arrastra la atención hacia algo que necesita cambiar. Usando la imaginación y el lenguaje invita a crear nuevas realidades”, señaló.

Para la autora, los mensajes más trascendentales son resultado de una escritura honesta y empática, en contacto con esa “voz interna”, a veces tan difícil de asumir por temor al conflicto. Sin embargo, una vez que se logra, “es como vivir en electricidad”.
 
“Yo tuve ese momento cuando escribí sobre los abusos sexuales cometidos en la Universidad de Yale, cubiertos por décadas y de los que yo también fui víctima. Fue uno de los mejores reportajes que he hecho y provocó un cambio y una investigación”, afirmó en entrevista.

De acuerdo con Wolf, el peligro de estos textos es que desnudan el alma, quitan los velos políticamente correctos y provocan reacciones fuertes: “Te obligan a asumir lo que sabes”. No obstante, según la periodista, criticar lo que es incorrecto y saber exhortar mediante el lenguaje es esencial no sólo para cualquier escritor, sino para cualquier ciudadano.

“A menos que todos aprendamos a ser poetas, no lograremos sobrevivir un mundo lleno de intereses corporativos”, señaló.

Aun así,  la autora admitió que existen situaciones en las que expresar la verdad puede devenir no sólo en controversia, sino en amenazas a la vida, como es el caso de algunos periodistas en México. Para estas situaciones, la autora apeló a la creatividad y a la solidaridad.

“Creo que el periodismo mundial debe ser más creativo y hacer alianzas globales, de modo que los periodistas que se encuentren en peligro puedan enviar información a asociaciones en el extranjero para que ésta regrese al país de origen de forma anónima. Así no dejarían de reportar lo que sucede. Los periodistas no deben estar aislados, son responsabilidad de todos”, afirmó.

Naomi Wolf asistió al encuentro literario en San Miguel de Allende, Guanajuato, celebrado del 16 al 19 de febrero, como una de las representantes de honor de la literatura estadounidense

Donan veinte años de danza a la Casa de Cultura de Sonora

La danza es un arte efímero. No se plasma en papel, ni en un lienzo: es un arte escénico, con un principio y un final. De ahí la importancia de documentar las obras coreográficas, cuyas propuestas escénicas dictan lo que es la historia de la danza en México.

Esto es lo que el proyecto Diorama Arte y Escena ha estado haciendo desde 1993, cuando el documentalista Gustavo Lara detectó una necesidad de dar testimonio del quehacer artístico de bailarines y coreógrafos. Dos décadas después, su trabajo de documentación se ha convertido en la videoteca “Videografías de la danza”, con más de 300 obras de danza contemporánea, donada en esta ocasión al Instituto Sonorense de Cultura en el marco de la Muestra Internacional Un Desierto para la Danza (a finales de abril pasado).

“Espero que (las obras) se promuevan y difundan y que esté al alcance de estudiantes y coreógrafos. Estamos poniendo nuestro granito de arena documentando la danza, dejando el material cerca de las personas interesadas en este arte escénico”, afirmó Lara.

La colección, una de las más numerosas del país, cuenta con piezas de creadores mexicanos como José Limón, Benito González, Claudia Lavista, Tania Pérez- Salas, Miguel Zamarripa, así como de algunos grupos extranjeros. Ésta ya ha sido donada a diversas universidades en Mexicali, Culiacán, Michoacán y también se puede consultar en el Centro Cultural Los Talleres en la Ciudad de México. Según Lara, el proyecto tiene como principal misión ser una herramienta para jóvenes estudiantes y coreógrafos: “Una labor que desde sus inicios debían haberla realizado las instituciones culturales y no lo han hecho”, aseguró.

De acuerdo con la crítica de danza, Alejandra Monroy, también miembro del proyecto, actualmente los investigadores se enfrentan con muchos problemas para ver imágenes de danza anteriores a la década de los 70.  El video, en este caso, sirve de testimonio histórico al ser más accesible que la notación Laban, una especie de partitura inventada por el bailarín Rudolf Van Laban para plasmar el movimiento, pero que no se incluye en la formación de los bailarines por su dificultad de lectura.

Sin embargo, existe una preferencia por la fotografía como medio de documentación y promoción de las obras, lo cual se refleja en la escasez de videógrafos de danza: “No se permitió la profesionalización del video en la danza por la accesibilidad a las cámaras. Ahora cualquier persona tiene acceso a una cámara, pero eso no quiere decir que estén capacitados para grabar una acto escénico”, aseguró Lara.

Diorama, localizado en la Ciudad de México, actualmente realiza la serie de televisión Videocatálogo Razonado de Danza, transmitida por TV UNAM. Durante la muestra de danza sonorense, grabó al grupo anfitrión Quiatora Monorriel, para la tercera temporada de dicho programa.

“La danza en Hermosillo es una de las más importantes en el país, debido a su actividad dancística profesional”, afirmó Lara