Recuerdo
muy bien el día en que me enteré sobre la muerte. Caminaba por una calle que se
sentía muy angosta, a pesar de mi pequeña estatura y tamaño en general. Se
respiraba humo y con los ojos entrecerrados logré ver a la vuelta de la esquina
los destellos anaranjados de unas llamas que salían de una ventana trasera. La
mano que me sujetaba me haló en sentido contrario y sólo recuerdo los pasos
apresurados y los gritos de confusión de algunos vecinos alejándose, mientras
otros se organizaban sistemáticamente para apagar el fuego. Recuerdo haber
preguntado con inocencia qué pasaría si alguien quedase atrapado entre las
llamas. Una señora extraña que iba pasando me respondió: te consumes tú.
El
fuego consume nuestra existencia, me dijeron. Ahora, unos cuantos años después,
frente a una de esas flamas que parecían tan aterradoras, miro con detenimiento
el haz de luz de mi vela. Recuerdo entonces el sentimiento de excitación que me
invadió esa noche, cuando los adultos corrían de un lado para otro, asustados
pero certeros en sus propósitos, con el cuerpo y el espíritu ferozmente comprometidos
con ese efímero instante del presente. La vida nunca estuvo tan viva como cuando
sentimos el calor de esas llamas.
Esta
noche, la flama ya no es tan amenzante pero sigue teniendo esa apariencia primitiva,
salvaje, impredecible, vulnerabe, características propias del elemento que hizo
que el hombre fuera hombre y se diferenciara del resto de los seres vivos.
Podría encender la moderna luz de mi lámpara eléctrica, típica de las ciudades
de soles artificiales, pero hoy prefiero el fuego de lo humano, lo frágil y
finito: lo que para la ciencia exacta es lo aleatorio, lo no comprobable, lo
propenso al error, pero que también es la esencia de las pasiones que nos abrazan,
que nos impulsan a luchar; que hacen hervir nuestra sangre como lo “bárbaros”
que en verdad somos.
El
fuego es incómodo, incivilizado, más aún en tiempos como estos, que por su
naturaleza global deben ser políticamente correctos. Todo debe analizarse a
través de la fría luz natural de la razón o, incluso, de todas las razones, creencias
o ideologías. En una sociedad en apariencia libre y heterogénea, hija de la
Ilustración, con múltiples creencias, opiniones, esquemas y formas de vivir, la
tibieza de la neutralidad y la idolatría a la falsa tolerancia son sinónimo de
elegancia y civilización. La defensa de las convicciones, la crítica apasionada
de una ideología, la lucha por un ideal es considerado inaceptable y hasta
discriminador en el mundo de la cómoda e incluyente iluminación artificial.
La
tibia atmósfera de la modernidad, descrita alguna vez por Nietzsche, nos rodea
desde que amanece en nuestros cuartos. Los principios e ideales que no existen
en el individuo moderno, tan ocupado en procurar su bienestar inmediato, son la
razón principal por la cual ahora hay una escasez de hipócritas auténticos. “La
hipocesía era propia de las edades de fe fuerte”, decía el filósofo, cuando los
individuos eran fieles a sus convicciones a pesar de que debían aparentar otra
cosa. Ahora, no sólo nos desvestimos de los ideales que amenazan con
consumirnos, sino que le damos lugar en nuestra consciencia a todo tipo de
ellos, aunque sean contradictorios, siempre y cuando no nos comprometan
demasiado. Lo de hoy es precisamente la multiplicidad de valores y creencias
dentro de un mismo individuo, lo suficientemente livianos y tibios como para que
puedan convivir en armonía. El fuego de una convicción es demasiado excluyente,
porque obliga, invoca, incomoda y te llama a la transformación. Por ello,
huimos de él y nos congratulamos de nuestra propia versatilidad.
Ni
muy caliente ni muy frío, ni azul ni amarillo, ni de derecha ni de izquierda,
ni a favor ni en contra. La indiferencia es el atuendo de las llamadas buenas
personas, los pacifistas, para quienes nada es digno de exacerbar los ánimos.
Sin la capacidad de consumirnos no es sorprendente que no sepamos padecer
ningún tipo de apasionamiento, incluyendo lo que Milan Kundera consideraba el
más elevado de los sentires: la compasión,
entendida no como lástima sino como la capacidad de reconocernos en el otro
y de acompañarlo en su sentir. No es de sorprender que tengamos todas las luces
artificiales para aprehender todo y no seamos capaces de poner en tela de
juicio los marcos establecidos, de lograr verdadero reconocimiento del dolor de
los demás o, incluso, de la calidez de la vidas que tenemos delante.