Hace tiempo, una antigua amiga me dijo: “no todo silencio es ausencia,
no toda ausencia es distancia”. Poco después, por los famosos “azares” de la
vida, dejamos de vernos, luego de hablarnos y, por último, de extrañarnos. Pero
su frase se quedó conmigo, quizá porque tiene ese juego de palabras que hace
que cualquier idea suene interesante y hasta rebelde, como si desafiara lo
establecido y lo poco cuestionado: que no toda ausencia es distancia y no todo
silencio es ausencia.
Es cierto que si no damos señales de
vida, de alguna forma no estamos, al menos no para quienes no nos pueden ver o
platicar o compartir lo que sea que necesiten compartir. Ese “no estar”, ese
silencio, a menudo es equiparado con el vacío y con todos los amigos que se le
adjudican: la soledad, la indiferencia, el desamor o, incluso, cierto tipo de
inexistencia. Estar siempre al alcance de la mano se ha convertido hoy, si no
en una obligación, en algo que se da por sentado, en un dictamen natural que
tiene a todas las redes sociales de su parte para asegurarse de que en efecto estés, presente, en cada uno de los
universos que conforman nuestra realidad. Ser individuo significa serlo ante
otros. Desaparecer es impensable, imposible, irrealizable, negativo.
Irse da
miedo. Uno quiere llegar, encontrar, quedarse, estar, arraigarse, nunca olvidar
ni ser olvidado. Caminamos para permanecer en algún lugar. Buscamos para no
tener que hacerlo. Benditas las pausas que cómodamente nos adormecen en la
felicidad de “haber llegado”, en el “después de esto no hay nada”. Porque irse
es lanzarse de nuevo a un todo infinito, escaparse por la ventana de la
posibilidad con nada puesto más que la propia piel; volverse invisible,
condenarse a muerte en la mente de alguien o en la esencia de algo. Irse es
morir.
¿En dónde estamos cuando no nos ven?
¿Qué somos cuando desaparecemos de vista? ¿Somos?
Cuando un pueblo entero deja de ser accesible y es exiliado de las noticias, de
la mente, de las conversaciones, de facebook, ¿existe? El “no estar” es aún más
doloroso ahora que florecen todas las plataformas de comunicación posibles. La
frase de mi amiga hoy podría cerrarse en un círculo perfecto con una tercera
premisa: la distancia ya no es igual al silencio, no está condenada a serlo. Los
periodos de transición, las pausas, los hyatus ya no tienen por qué ser
momentos de incomunicación, es más, no deben
serlo. Cuando lo son, nos parecen un vacío existencial.
Morir es, irónicamente, algo vital.
No sólo es parte del curso de la vida sino que es su potenciador. Cada instante
tiene sentido porque no es eterno, porque muere. Quizá quedarse sólo tiene
sentido porque nos iremos en algún momento. Tal vez la ausencia es el
potenciador de la permanencia. Y si este fuera el caso, ¿por qué la condenamos
tanto? ¿por qué vivimos en función de “estar” todo el tiempo? ¿por qué somos
tan duros con quienes no nos quieren retener? Acaso porque la angustia de no
sabernos queridos, ni extrañados, ni sentidos
de alguna manera es equiparable a las ansias de no ser. Eso o porque tenemos egos tan grandes que no conciben que no
encajemos en todas partes.
Hay tantas razones para irse, para
guardar silencio, para soltar. Hay miedos y deseos y alegrías y tristezas y
distintas prioridades; incomodidades, viajes, desencuentros, cambios de
personalidad, de opiniones, de ambientes, de creencias; hay ganas de querer y
ganas de ya no querer tanto. En mi caso, yo me voy porque quise quedarme mucho y mi mucho no cabe aquí. Pero mi ausencia nunca será igual a la nada o al vacío. Esta llena de cariños que me llevo conmigo. Aunque no por ello será menos dolorosa.